Como todos los días me espera la camisa blanca, y un buen desodorante, los demás deben percibir que eres parte de una gran organización. El cinturón combina con los zapatos y el traje suele ser siempre oscuro, los otros deben distinguirte y entender que la organización te “arropa”.
Hoy es un día gris. Mientras sostengo una cucharilla que en círculos concéntricos disuelve el fondo de un vaso, lo poco que me queda de café. Veo la terraza desolada y arrasada por el invierno tan duro de hace un mes, mis plantas ya no lo son; los hielos las han quemado y al frente la espalda de los edificios de toda la manzana aparecen más sucias que en un día soleado, lo único que las salva son algunas sábanas blancas tendidas que ondean tapando sucias canaleras y desconchados (la espalda, la trasera, es normal que sea lo más descuidado, al otro lado parece un edificio decente, propio del feudo de la organización).
Tengo que conseguir que hoy sea un buen día, si no es así la organización no verá en mí una persona válida para representarla.
He cerrado la ventana y le he imprimido paulatinamente una velocidad a mi existencia que seguro, me durará hasta el final de la jornada, cuando cómo en una rendición caiga en la cama y parezca parte de la piedad, con la mascarilla puesta para impulsar el aire que de motu proprio yo no puedo ya ni coger. Mis apneas me despiertan continuamente y disparan la soledad. Me levanto y toda la casa está en silencio, algún ronquido de mis hijos rompe el pensamiento que pasa junto al sofá rojo que me acoge y como un pequeño calvario vuelvo de nuevo a instalar alrededor de mi cabeza la CPAP nasal. La CPAC, como la misma organización conoce es una modalidad de ventilación no invasiva que proporciona una presión positiva a la vía aérea facilitando la mecánica respiratoria.
Sí, hoy creo que la CPAP nasal me ha dado suficiente aire como para imprimir esa velocidad, al mirarme al espejo antes de quitármela, esta mañana, me ha parecido ver a Anthony Hopkins en “El silencio de los corderos”, pero yo creo que la organización no va permitir que termine de esa manera; bueno, tampoco me preocupa. Lo importante es que estoy cumpliendo el horario previsto. Salvo que tenga algún contratiempo de última hora, estaré con la persona que designó automáticamente mi agenda comercial en el momento y lugar que se ha estipulado. ¡Creo que tengo tiempo de sobra¡. ¡Qué iluso¡ ¿Cómo me ha de sobrar el tiempo?.
He saludado a Samuel, iba a su trabajo, siempre llega un cuarto de hora antes a las instalaciones de su, está contento –no tiene problemas- ; se le ve feliz con su destino, ha dejado un tufo especialmente desagradable en el ascensor, procedente de un purito que ya a primera hora se iba fumando. Compadezco a los clientes de su organización que se acerquen al aliento antes de que se ausente para ir a desayunar; bueno en realidad no lo van a percibir salvo que se aproximen mucho a la mampara de cristal que les separa y los agujeritos de la misma permitan pasar el hedor de su aliento.
He tenido una llamada sin importancia antes de llegar al garaje, sigo estando en el tiempo marcado.
No sé por qué diablos el vecino de mi plaza de garaje aparca tan cerca que no me permite abrir la puerta del conducto; subiría a decirle cualquier cosa, ¡Me cabrea¡ No sé cuántas veces se lo he dicho, es un tipo execrable.
No puedo perder más tiempo, en lugar de subir y ponerlo de vuelta y media prefiero intentar pasar por la puerta de mi acompañante, que “siempre está vacía”.
Las maniobras de salida han sido impecables, ningún obstáculo, ningún vecino al que saludar que te haga perder el tiempo con veleidades, es fundamental no encontrarte con nadie para cumplir con los horarios establecidos por la organización.
Mientras espero que la puerta del garaje desconecte todos sus elementos de seguridad y se abra escucho las señales horarias de una de las emisoras nacionales. No sé por qué; hay un resorte en mi interior que provoca una inquietud estúpida en el estómago cada vez que oigo las señales horaria; en el próximo reconocimiento tendré que hacérselo saber a la doctora Gálvez, es tan amable que seguro que le encuentra una explicación.
Yo creo que hoy no habrá mucho tráfico a la salida de la ciudad, aunque no he reparado en que he de salir por otra bifurcación a la habitual, pues la agenda comercial me marcó ir hoy a la capital.
De momento el tráfico me respeta hasta llegar al cruce que hoy he de coger, distinto a otros días. Siempre me encuentro con los mismos personajes, ellos también se encuentran conmigo, supongo que dirán: “Ahí, va el señor de la organización”
Los operarios del camión de limpieza han puesto sus hitos para desviar el tráfico y uno de ellos riega las aceras; desprenden un vapor agradable; parece como si terminase de llover.
Acostumbro a llevar las ventanillas bajas hasta salir a la autopista, me gusta percibir los olores y los ruidos de la ciudad y olvidar el miasma del purito de Samuel, que todavía llevo metido en la nariz.
Todos los locales están cerrados aún; en alguna acera se ven desperdicios de los excesos de la noche anterior: vasos largos y vómitos como una línea continua.
Le queda mucho trabajo al señor de la manguera esta mañana, si pudiéramos saber quién ha sido el individuo que ha arrojado ese vomito continuado, sería un sujeto a excluir de la organización.
Termino de llegar al cruce que divide los caminos hacia el polígono industrial y hacia la capital, siento un gran desahogo al ver que para el polígono las vías están infectadas de coches que desembocarán en cada una de sus organizaciones. Las del polígono son pequeñas organizaciones. La nuestra está estructurada a nivel supranacional, por eso su formación, sus disposiciones, su fórmula, su trato al individuo que pertenece a ella, es “especial”, le distingue del resto; entre los miembros lo sabemos y luchamos por ser líderes. En ocasiones esa presión nos dignifica sobre el resto de organizaciones porque sabemos que estamos los primeros y si es necesario al llegar a casa te ayudas de la CPAC. He de confesar que hay compañeros que están más preparados o son más jóvenes y no la necesitan. Lo importante es estar ahí.
Hay una autopista casi vacía que me permitirá llegar a la capital con un cierto adelanto.
No sé qué pasa en la gasolinera de salida que a estas horas el reparto de combustible es autoservicio. Me crispa tener que servirme, la gasolina al mismo precio que en las demás y los guantes que te ofrecen no sé qué tienen, que o te pones varios o te huelen las manos durante todo el día a gasoil, y hoy es el menos indicado para cambiar el perfume que me puse esta mañana. Por este mal olor que produce la gasolina podría llevar el volante ungido. Muchas veces he tenido la idea de irme sin pagar -os lo juro-, pero me retiene ese sentimiento extraño de pertenecer a una organización que repudia esos actos en su código deontológico. No puedo desprender otro perfume que no sea el mío habitual, me conocen como soy y no puedo fallar, hoy no. En otro departamento quizá, pero hoy no. He repostado, he pagado religiosamente y me he lavado las manos en los servicios que desprendían un olor muy fuerte a desinfectante; me ha dejado más tranquilo esa desinfección, yo creo que mis manos siguen oliendo a mi perfume, porque no detecto ningún olor a gasolina, los demás tampoco lo detectarán, me distinguirán como siempre.
Ya he subido la ventanilla. No quiero oír las noticias, a veces, como le decía a la Doctora Gálvez, las hago mías y no soporto tantos problemas dentro, me angustian, no sé por qué motivo coinciden las catástrofes con los malos resultados de mi unida; la Doctora Gálvez siempre me dice que no piense en eso, que efectivamente es una coincidencia y como siempre tan amable me extiende unas recetas de “Rivotril”, de “Motivan” y de no sé qué otro fármaco. Tengo que darle las gracias siempre, porque es un milagro lo que la Doctora Gálvez me receta; me siento más cómodo, a veces más seguro, afortunadamente la organización esas sensaciones de cambio todavía no las percibe. Nunca las apreciarán. Cuando hayan pasado del detector del iris para introducirte a las dependencias más importantes, no se habrá inventado todavía algo que detecte lo que piensas. Es igual; a mí me debería dar lo mismo para esas fechas, seguro que estoy jubilado felizmente.
Acabo de pasar por un control de policía, me ha subido un poco la adrenalina, yo creo que no lo podemos evitar, le debe pasar a todo el mundo; automáticamente he mirado al cuadro de mandos: las luces correctamente, los neumáticos bien, y la velocidad no ha sobrepasado el límite; debo seguir así y llegaré con tiempo de sobra para saludar a algún compañero con el que sólo hablo por teléfono los días de diario, y después acudir a la cita que me ha programado la agenda, tranquilamente.
El día deja entrever que el sol podría salir en un momento dado, ya no es el “gris de primera hora”, cuando tomaba el café. Hay algún azul entre las nubes.
No entiendo nada, seguro que no es por mí. Por el retrovisor estoy viendo unas luces azules intermitentes, me está adelantando un vehículo que parece de un particular; al llegar a mi altura el acompañante me observa con una soslayada mirada hostil, no sé qué está pasando, sigo a la velocidad que llevaba. Pasados unos kilómetros, de la parte trasera del vehículo se despliega por la ley de la “gravedad” un cartel que indica ¡¡Alto!! ¡¡Policía!! y al unísono veo salir un brazo del acompañante queriendo indicar que baje la velocidad y me detenga en el arcén, de nuevo otro cartel de ¡¡Alto!! Si no fuera por la gravedad del asunto hubiese verbalizado una bromita que se me ha ocurrido en el interior (no debo ser yo; dicen “alto”)
¿Cuánto tiempo me llevará este trámite?, No será nada, visar la documentación y poca cosa más, diez minutos como mucho.
No podré saludar a Pedro, pero en fin… ya le comentaré la hazaña por teléfono, cuando pueda hablar con él.
He salido del vehículo para saludar a los que ya se han identificado como policías, con un saludo militar, el de más alta graduación, (supongo por unos distintivos que lucen sus hombros). Acto seguido me indica ordenándome clarísimamente que permanezca dentro de mi vehículo, nunca en la organización se hubiesen portado de esa manera, creo yo.
De pronto el mismo policía empieza a recitarme un Artículo, para mí desconocido, como un auténtico papagayo.
No me lo puedo creer; he pisado una “!!Línea continua¡¡” al describir una curva, -a mí no me puede pasar esto-, me hubiese gustado que me acompañase la Doctora Gálvez para salir en mi defensa delante de este policía.
No han pasado ni cinco minutos y la impresión que me da es que serán más los que me retengan, no estoy tranquilo. El policía de graduación no sé que hace en una máquina que parece un tarjetero de restaurante; el otro, a mi espalda, parece estar en guardia, es lo que insinúan sus piernas separadas.
¿Qué hace?, han pasado trece minutos, parece teclear un testamento, se me está haciendo una eternidad; su compañero, impasible, se asemeja a una estatua. Por fin viene hacia mí, ha desprendido del aparato una ristra de papel, al llegar a mi altura firma el documento y lo hace firmar a su compañero; en un tono superior me indica que está en la obligación de denunciarme. Estoy como ausente; recibo la perorata – lo importante para mí es llegar a tiempo a mi cita, es mi deber hacia quien me paga todos los meses – … Ha sobrepasado la línea continua al describir una curva y esa actitud es sancionable con una multa de ……. euros, si vd. la paga en el plazo establecido se le verá reducida en ……. Euros esta denuncia no va acompañada de la retirada de puntos… Esto provoca en mí una cierta alegría, primero por la no retirada de puntos y segundo porque en cierta medida parece que podré seguir el camino. Esta película parece que está llegando a su fin. El policía me entrega el documento redactado y yo lo recibo con la rapidez que requiere el momento, sube su brazo hasta su gorra en gesto de despedida y me da los buenos días, entremedias, el otro interviene con una voz aguardentosa para indicarme que inicie la marcha una vez que me lo indique. La presencia de camiones en la autopista retrasa la señal de salida. En mi cabeza no pasa otra cosa que la alternativa de apretar el acelerador si quiero llegar a la hora determinada.
Por fin el policía que sostiene una especie de porra luminosa se digna darme paso para seguir mi camino. Tengo que recuperar el tiempo perdido; me pone de los nervios la música a la que antes no hacía ni caso, sólo me acompañaba; termino por apagar los altavoces. Tengo que concentrarme en la conducción e intentar llegar sin más dilación.
Ahora soy yo el que adelanta a los vehículos, que cada vez son más, conforme me voy acercando a la capital.
(A partir de estos párrafos si la lectura se puede hacer más rápida se puede conseguir más tensión)
Las hileras de camiones que van hacia los mercados se hacen interminables, en un cuarto de hora, más o menos, empezará el tormento de las bifurcaciones. Tengo que ir muy pendiente para no equivocarme, sería terrible tener que volver a empezar por un error en la identificación de una vía u otra. No cabe el error, estoy barajando la posibilidad de llamar al departamento correspondiente para decir que podría llegar a la hora en punto pero entre que aparco y subo al piso donde me esperan puede pasar un pequeño rato.
No, no, no tengo por qué llamar, voy en tiempo tengo que tranquilizarme y no motivar por esta intranquilidad otro momento donde me vea abocado a cometer alguna otra infracción, ni yo ni la organización me lo perdonaría.
La mano derecha ya no sostiene como antes el volante, va más pendiente de la palanca de cambios con el fin de responder con rapidez a cualquier despiste del tráfico que me haga perder tiempo.
Ha llegado el momento, ya hay que tomar determinaciones, si cojo el carril de la derecha me llevará con más rapidez a la Avenida que desemboca casi en el edificio mismo de la organización –en pleno centro de la capital –
Un cartel me previene, con suerte, de que el tráfico es fluido por esa vía, desencajo las mandíbulas que de forma inconsciente llevaba apretadas y siento un gran alivio.
La tensión es fuerte cuando me uno a la calle ancha que me llevará a la avenida que asimismo me dejará prácticamente en el paseo donde se encuentra ubicado el edificio de la organización, es una tensión fuerte porque el paisaje se empieza a hacer desolado; se trata de una avenida que está en alto y desde esa atalaya se divisa una caravana de vehículos que me hacen pensar en lo peor.
A la falta de tiempo, y al atasco circulatorio se empieza a unir una sensación de leve presión en la vejiga.
El tráfico parece que avanza, aunque con dificultad. A través de las ventanillas veo a la gente totalmente ausente a la desgracia que se está fraguando, tengo una sensación de desamparo que no es descriptible. Podía haber pasado un semáforo y se me ha puesto en rojo por culpa de una señora que le ha faltado tiempo para tirarse de bruces al paso de cebra. A la derecha un señor de mediana edad circula sabiéndose el camino que le va descubriendo un bastón blanco; me produce una envidia sin parangón –el tráfico se ha retenido de nuevo -.
Tengo que parar; mi vejiga empieza a no soportar cierta presión, pero no podría dejar el vehículo aquí en medio. Mi dedo índice aprieta el botón de los cuatro intermitentes y de pronto un furioso coro de bocinas atruena mis oídos; ya no hay otra sensación que mi rostro encendido. Seguro que no saben que soy de la organización, de lo contrario sí me hubiesen permitido evacuar en el jardín de la “derecha”, ¡qué imagen daría! ‘no puedo hacerlo’ ¿Cómo se me habrá ocurrido ni pensar en poner los intermitentes?, estoy perdiendo el juicio.
Con la bondad que caracteriza a Pedro, el mancebo de Dª Rosario, la farmacéutica, seguro que se le hubiese ocurrido dejarme una cuña para este viaje. El siempre tiene grandes ideas (a veces parece el propietario). Pienso, en un semáforo en rojo, seguro que puedes hacerlo y si te falta tiempo siempre habrá alguien detrás que sepa entenderlo. ¡Qué iluso! ¿Cómo puedo pensar que siempre habrá alguien que pueda entenderlo? Nadie sabe lo que está pasando aquí dentro, nadie lo sabe.
Tengo que llamar sin más tregua, en el próximo semáforo me dará tiempo a marcar el teléfono del departamento de recursos humanos. Tengo que hacerlo con cautela –sólo faltaría recibir otra sanción-.
Me estoy diciendo a mí mismo: “¡Ánimo¡” mi vejiga no aguanta, no podré hablar con el departamento de recursos humanos con esta tensión, pensarán que les estoy mintiendo y que ni siquiera he entrado a la capital. Son gente muy recta, no puedo llamar, tengo que intentar llegar aunque sea tarde. Ahora mi prioridad es evacuar la vejiga, la organización lo sabrá entender, y después tengo que argumentar mi retraso.
No puedo más, un guardia hace un gesto con su mano para que todos los vehículos que circulan por mi carril se detengan y dejen paso a otro carril retenido, al fondo veo la salvación: un luminoso verde que dice “libre”, en la parte superior una gran “P” blanca sobre un fondo azul cielo.
Libre, libre, libre: el policía me deja paso, parece muy buena persona, se le ha visto una sonrisa misericordiosa, parecía que entendía lo que estaba pasando dentro de mi vehículo. Cuando vuelva no estará, ya le habrá relevado algún compañero, pero se merece que le dé un abrazo. Le hago un gesto conmovedor con la mano y me dirijo al Aparcamiento.
Nunca había visto un aparcamiento igual, es una caracola, todos sus pisos se conectan en círculo, recojo mi tique con la mano izquierda y con la derecha intento impedir lo que mi vejiga ya le resulta imposible contener, una llamada en el móvil me produce más desesperación si “cabe”.
El volante de mi vehículo gira proyectando un círculo, primer piso ocupado, segundo piso ocupado, tercer piso ocupado ¿Dónde diablos está la plaza libre? Si es que queda alguna ¿Dónde?
El móvil insiste con su sonido recurrente y me desquicia, lo tapo con la americana que llevaba emperchada y termino odiando el sonido que tanto me gustó cuando lo elegí con mi hijo. Cuarto piso ocupado; quinto piso ocupado.
Por fin, no sé si el pantalón está un poco húmedo, no sé si mis manos pueden detectar el giro del volante; mi cara es un volcán; no me importa nada que haya gente, me importaría poco si estuviese el Consejero Delegado de la organización, evacuaría delante de él.
Una luz verde me traduce que al fondo hay una plaza en libertad me acerco y ni siquiera aparco el vehículo en la plaza, atravieso el vehículo en el hueco para que no me lo quiten los carroñeros y me acerco a una pared amarilla y negra preciosa. ‘Nadie puede imaginar’ lo que por mi cabeza pasa en este momento. Ya no me queda tiempo para soltarme el botón del pantalón, después de desabrocharme el cinturón. El botón salta a cámara lenta y un espectacular caño rompe parte de la capa de pintura amarilla y negra. Estoy sintiendo una especie de beatitud que es indescriptible; el chorro insiste con fuerza en la pared; se está abriendo una grieta importante entre plaza y plaza de garaje; han empezado a caer cascotes sobre mi vehículo; la zona por donde entré esta taponándose de escombros, hay una especie de círculo de vacío que me protege y el caño sigue evacuando.
En el exterior los viandantes no dan crédito. Se esta derrumbando el edificio emblemático de la organización. La gente, despavorida, huye y comentan cómo se ha podido venir abajo un edificio con tanta consistencia y tanta tecnología. Fuera nadie se lo explica.
Se empieza a correr el rumor de que sólo tiene explicación como consecuencia de un atentado.
Infinidad de sirenas suenan en el exterior.
En el círculo de vacío que se ha generado con los cascotes después de la gran micción, yace mi cuerpo exhausto a la espera de su rescate, sólo puedo ver la pantalla de mi móvil, donde aparece reflejado el nombre de la última persona que llamó: ¡“Milagros”¡ Departamento de Recursos Humanos.
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